Ya lo dice el refrán: a quien buen árbol se arrima, buena losa le cobija (era así, ¿no?). O, si no era así, debería de serlo, al menos en casos como el de la saga «Saints Row», que nació con el incómodo sambenito de sucedáneo de su majestad «Grand Theft Auto» y que, tras un par de entregas dando palos y garrotazos (a veces de ciego) en tan peliaguda dirección, ahora el pastiche cuaja con solidez en «Saints Row: The Third», la consagración de explosivo modelo implantado por Volition y THQ. La primera ducha ácida nos la llevamos nada más empezar la historia, con un atraco disfuncional que hubieran firmado los Coen, aunque el referente ibérico sea más alguna chirigota de gigantes y cabezudos. Con el cuchillo de adrenalina aún en los dientes, pasamos a los siguientes compases de la aventura, destacando esa caída a tumba abierta en paracaídas donde, por el camino, tendremos que ir liquidando a unos cuantos facinerosos como mosquitos picajosos. Y, al tomar tierra, empieza el auténtico tomate: Steelport, una ciudad enterita para nosotros, repleta de bandas con el ego subido y las metralletas volcánicas, malísimas calles empedradas en pecados y crímenes, tipos duros, chicas peores… Un auténtico festín endiablado y con barra libre de inquina y violencia (mejor que la ministra Sinde no se eche unas partidas a ver si le da un jamacuco). Hombre, mucho andamiaje proviene de la anterior entrega de la trilogía, y es evidente que el toque «GTA» es alargado (robo de coches, chulería manifiesta, caos urbano, variedad de emisoras para elegir…), pero la mezcla que aquí se propone y dispone es tan brutal que sublima cualquier comparación. Poque no tiene precio ese humor macarra y negro, esas situaciones tremendas y esos golpes de genio como elegir a una Grace Jones neumática y tremenda, vestirla con un traje de noche y taconazos, y lanzarla a cometer pillaje y perrerías diversas en plena rúe. Por cierto, en este contexto tan para mayores de 18 (o 21) no se entiende que, a la hora de editar nuestro personaje femenino en cueros (o en bragas), salgan pixelados los pezones que coronan unas tetazas que ni Yola Berrocal (lo del miembro masculino es otra cosa). Ya se sabe, la doble moral que no perdona ni a los chicos más malos. Pero no importa, ya que lo realmente notable es esta algarabía repleta de misiones para dar y tomar (algunas algo repetitivas, claro), clichés de garrafón surrealista, gran banda sonora, mejor ambientación (es lógico que con tanto terremoto la tensión gráfica decaiga a veces), gamberrismo mostrenco y gozoso y, para culminar el pasote, un modo Horda enorme y despiadado que, sencillamente, consiste en aniquilar a todo bicho viviente que se nos cruce, desde enanos cabroncetes a gigantes de acero y otras criaturas de difícil calificación y clasificación. De los Coen a Peckinpah y masacro porque me toca, en fin. Lo que hubiese dado Duke Nukem por formar parte de este grupo salvaje…
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