«Max Payne 3», vuelve el hombre





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Llevamos tanto tiempo siguiéndole los pasos y recogiendo sus casquillos de bala (no hay más que echarle un vistazo a las secciones Trailermanía y Xbox 360 del blog), que «Max Payne 3» nos parece ya como de la familia. Pero, ah, amigo, una cosa son los aperitivos o entrantes y otra atacar el gran solomillo crujiente y sangriento a la vez del juego completo. Y eso es lo que llevamos haciendo durante el fin de semana, donde hemos aprendido a sopesar el arsenal de las favelas profundas, a maldecir en carioca y, casi, a imaginar el story-board de «Ciudad de Dios 2», ahora que la cosa va de secuelas locuelas. Porque, sí, «Max Payne 3» es grande, muy grande. Ya nos olíamos la tostada, naturalmente, pero había que ampliar datos y horizontes. Ni un rasguño de imperfección o sombra de chapuza nos hemos encontrado en las primeras horas de eslora, esas en las que el viejo y derrotado Max la lía en un bareto de Nueva Jersey y, huyendo con su nuevo escudero por los tejados como una sombra más, va a parar en el Brasil menos carnavalero y olímpico.

Una vez allí, tendrá que pisar todo tipo de terrenos, desde el barro de la jungla con trampas de osos a cada paso, al césped de un estadio de fútbol donde los cañoneros y francotiradores son de verdad y sin barrera, pasando por los xanadús más pijos y exclusivos del país. Aunque donde verdaderamente da el do de pecho, y el cráneo lirondo, es en las malas calles repletas de TNT y carne salvaje. «Max Payne 3» es como la Novena Sinfonía de los juegos de acción (cuando le preguntaron a Beethoven por qué no componía más, respondió: «Si ya he hecho LAS nueve»). Resulta complicado imaginar su posible margen de mejora, ya que tiene todos los elementos perfeccionados en la probeta: un personaje carismático y antiheroico, dotado de un background sobradamente conocido por todos, una aventura de corte clásico (un secuestro) que le da la oportunidad de reinventarse y dar el todo por el todo final, una ambientación perfecta y con el sello ultradetallista de Rockstar, una puesta en escena intachable en cada misión y enclave, una cinemática y flashbacks medidos con cartabón y, por si fuera poco, un majestuoso «tiempo bala» (y aledaños como ese «último disparo» que le da la puntilla casi gore a cada matanza) que brilla de tal forma que parece que nunca existió.

Naturalmente, no nos olvidamos del adictivo modo arcade y de los multijugador (estos hay que jugarlos y no explicarlos porque es una experiencia coreográficamente alucinante). Quizá el único pero que le podemos poner al juego: unos subtítulos muy canijos y, a veces, con fondo grisáceo algo incómodos. En fin, una obra muy maestra perfectamente ceñida a su género (nada de sandbox, no lo olvidemos, aunque la creación de clanes en el Club Social avisa un vaso comunicante con «Grand Theft Auto 5») y que, como siempre, tiene más tela por cortar de lo que parece en su primer recorrido. ¡Qué crack eres, Max!

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